Fundación de Enrique IV de 1464, este Monasterio de monjes jerónimos tuvo su primitivo emplazamiento en el Camino de El Pardo, al borde del río Manzanares, pero la insalubridad del lugar ocasionó su traslado en 1502 por orden de los RR. CC., eligiéndose unos terrenos al Este, en el prado alto del arroyo Abroñigal, extramuros de la entonces villa de Madrid.
Las obras comenzaron al año siguiente, probablemente con trazas del maestro Enrique Egas, quien tomó como modelo los templos de San Juan de los Reyes de Toledo y de Santo Tomás de Ávila, esto es, una nave única con capillas entre los contrafuertes, crucero poligonal y coro alto a los pies, cubierto todo el espacio con bóvedas de crucería. Su estilo era el gótico tardío o isabelino, igual que el del primitivo claustro situado al Sur de la Iglesia, alrededor del cual se organizaban las dependencias monacales. Contaba también con algunas habitaciones denominadas el "Cuarto Real", adosado al Norte y Este del ábside de la Iglesia, para aposentar a dichos monarcas en sus retiros al Monasterio, el cual sería ampliado en 1561 por Felipe II, con planos de Juan Bautista de Toledo, no solo ya con fines espirituales, sino también recreativos. Fue este aposento embrión del posterior Real Palacio del Buen Retiro, con el cual el templo adquiriría doble función, como capilla palatina y a la vez conventual. Hacia 1550 se levantó un segundo claustro plateresco, que se demolió tres siglos después, y en 1602 o 1612, a la par que se creaba la hospedería, ordenó Felipe III la reconstrucción del primitivo y principal, el citado gótico, en estilo herreriano, para lo cual aportó trazas Francisco de Mora, que recuerdan al Patio de los Evangelistas de El Escorial.
Algunos autores consideran que este nuevo claustro se ejecutó por entonces, aunque de ser así ya amenazaba ruina cinco lustros después, cuando el prior y monjes jerónimos decidieron encomendar al arquitecto fray Lorenzo de San Nicolás su derribo y reconstrucción. Las condiciones para su ejecución, caracterizadas por el respeto a la arquitectura preexistente y el ahorro de materiales, fueron aceptadas por los maestros de obras José de Sopeña y Miguel Martínez. Este claustro, que coincide con el que actualmente se conserva, una vez rehabilitado ha de quedar integrado dentro de la ampliación del Museo del Prado, que proyecta Rafael Moneo.
La ocupación francesa durante la Guerra de la Independencia, que transformó el Monasterio en cuartel de artillería, y, sobre todo, la Desamortización de Mendizábal de 1836, acarrearon su ruina, lo que obligó a sucesivas reparaciones en él y a una restauración más ambiciosa a partir de 1851, bajo la dirección de Pascual y Colomer, quien prácticamente lo redujo a las partes hoy existentes, iglesia y claustro, demoliendo el resto por inservible. De este momento es la fachada principal, sustituyendo a la antigua, más sencilla y mutilada, aunque se recuperó y respetó la portada primitiva oculta en el muro, dotándola de nueva decoración escultórica. También se realizaron las dos torres adosadas al ábside, siguiendo modelos centroeuropeos, y en general toda la decoración exterior, aquí con referencias al referido convento toledano, mientras que las escasas actuaciones interiores llevadas a cabo por Pascual y Colomer desaparecieron con los nuevos criterios restauradores de Repullés a partir de 1879, más acordes con la concepción original, cuando el templo se erigió en parroquia del Arzobispado de Madrid. Con motivo de la boda de Alfonso XIII, en 1905 se levantó la escalera monumental y en 1948 Íñiguez Almech eliminó el revoco exterior, dejando visto el aparejo de mampostería y ladrillo.