De la lucha del 2 de mayo en Madrid, dice Miguel Agustín Príncipe, autor del libro que ilustra esta xilografía:
"Jóvenes, ancianos, mugeres, todos toman parte en la lucha. El que carece de mosquete ó trabuco, empuña su escopeta de caza; los que no tienen armas de fuego echan mano del enmoecido espadín, ponen á la punta de un palo el hierro primero que se encuentran, salen con un simple bastón, ó se precipitan en las filas enemigas sin otro instrumento de muerte que su propio arrojo. La plaza Mayor, la calle de ese mismo nombre, las de Montera, Carretas y Alcalá, borbollan de gente y de ira. No se oye otra cosa que gritos mezclados al sordo batir de los tambores y al sonido del clarín y la trompeta que llaman las tropas á sus puntos.
Sorprendidos aisladamente los franceses que acuden a sus puestos, son esterminados en las calles, ó compran su vida al vergonzoso precio de rendir las armas. Los oficiales de estado mayor y los edecanes que recorren la poblacion llevando órdenes, son volcados del caballo, acometiéndoles el paisanage con piedras, y acercándose audaz á veces á derribarlos á puñaladas. Revolver una esquina es caer para no levantarse ya más. Quedarse algún cobarde ó remiso en la casa que le sirve de alojamiento, equivale tal vez á morir a manos del huésped ó de la indignada patrona.
Los gritos que suben al cielo se cruzan con los tiestos, ladrillos y piedras, y hasta con el agua hirviendo que las mugeres arrojan desde las ventanas sobre el aborrecido estrangero. Vése aquí al manolo montado sobre el caballo del dragón francés que acaba de derribar; vénse allá hasta los niños tomar parte en la lucha á que los incita el ejemplo, no ya de sus padres, que es poco, sino el de sus madres también. No son ya franceses aislados los que rinden la vida ó las armas á las manos del pueblo. Masas enteras de caballería se estrellan en la multitud, y sucumben ó retroceden. Cien combates trabados á la vez dan á la vez cien laureles á los inexorables madrileños. El encono y el odio pasan los límites de la generosidad y del denuedo, y los cadáveres del enemigo no tienen un escudo en la muerte para no ser acometidos de nuevo, ó arrastrados tal vez por las calles.
Con estas espantosas escenas contrasta noblemente en otros puntos la clemencia del vencedor, que mirando á un francés desarmado, ó implorando rendido merced, le tiende la mano y le salva. Una parte del ejército imperial es sin embargo escepción a esta regla. Los mamelucos de Napoleón, siervos reconocidos de un agresor injusto y sectarios justamente de las leyes del Alcorán, escitan con particularidad el furor y la rabia madrileñas. No hay para ellos clemencia ni generosidad. El golpe que los hiere ó los mata vale por dos: ese golpe, como dice Foy, hace desaparecer de la tierra al francés y al musulmán juntos en uno: el que mata a un mameluco cumple, ó cree cumplir á la vez los deberes que impone el patriotismo y los deberes de la religión. El aliento que animó á los abuelos, anima a los nietos aun. Los tiempos de Pelayo y del Cid van de nuevo a brillar en la escena."