Madrid-París-Madrid forma parte de una serie de pinturas que, bajo ese mismo título, fueron realizadas entre 1984 y 1985 por Eduardo Arroyo, en las que quiso simbolizar su vuelta del exilio a su ciudad natal, Madrid, tras su prolongado ausencia durante la dictadura franquista. A estas obras, como a tantas otras de la dilatada producción del artista que va desde los años sesenta hasta hoy, se le podrían aplicar varias declaraciones del pintor realizadas en 1985 y 1989 en las que afirmaba respectivamente: “Para mí la pintura no es un gesto y desde luego, jamás una caligrafía. No es ni una gramática ni un estilo, es una totalidad... Este afán literario... esta aspiración narrativa, que define mi trabajo, empieza siempre por un título... mi pintura ha tratado de dar títulos a la realidad, pues he creído siempre en la fuerza de la imagen” o “A mí no me disgusta que me digan que mi pintura es literaria, anecdótica, llena de símbolos o que tiene connotaciones con elementos de fuera de la pintura”.
En Madrid-París-Madrid algunos de esos símbolos que connotan la obra son la botella de “Tío Pepe”, el deshollinador con chistera, vuelto de espaldas, o el burladero del ruedo, claras referencias a la España oficial a la que Arroyo dirige su crítica iconoclasta, bajo la apariencia de un lenguaje en el que la estética del cartelismo de los años treinta y los colores planos y luminosos del pop están al servicio de un deslumbrante juego escenográfico. Madrid-París-Madrid es una obra que queda ya lejana de los presupuestos estéticos de la llamada Crónica de la Realidad, de los años sesenta y setenta, a los que se asimila a Eduardo Arroyo en algún momento de su trayectoria. En esta obra se entrelazan dos de los temas sustanciales de Arroyo, el del exilio, con todo lo que eso significa en la cultura española contemporánea, y el tema de las ciudades a las que ya había dedicado una serie de obras bajo el título Toute la ville en parle, realizada unos pocos años antes de esta serie dedicada a dos de sus ciudades vitales: Madrid y París, entre las que, como se ha dicho, Arroyo tenía divididos “su corazón y sus asuntos”.
Los planos de color escalonados –amarillo, azul, rojo y ocres– son una clara referencia al solar hispano: el cegador amarillo del sol de España; el prístino azul del cielo de Madrid; el rojo intenso y los ocres tierra, del burladero y el albero del ruedo hispánico, recorridos por esa figura que con paso firme y decidido a la manera de un paseíllo taurino, blandiendo escoba y escalera en lugar de capa y estoque, está pronta a deshollinar esa España de tópicos que encarnan esas pequeñas figuritas que se diseminan por el lienzo. Una obra, en definitiva, que se ajusta al juicio proustiano de que “el estilo no es una cuestión de técnica, sino de visión”. MAC/EAL