La prolífica trayectoria pictórica de Ferrán García Sevilla se inicia en 1980, en el contexto de lo que se ha llamado posmodernismo, tras su cultivo en los años setenta, en Barcelona, de un arte conceptual de carácter lingüístico frente a posiciones de carácter más militante y político, ejemplificadas por el llamado Grup de Treball. Juan Manuel Bonet ha recordado la conexión de García Sevilla en esos años con algunos artistas madrileños, como Alberto Corazón, también adscrito al arte conceptual, y los figurativos Manolo Quejido o Rafael Pérez Mínguez.
En el contexto predominante de formas y maneras neoexpresionistas de los ochenta en nuestro país, que conjugaban la afirmación de un yo como estilo bien definido y la producción de obras bellamente acabadas, la pintura de Ferrán García Sevilla supuso un profundo cambio de sintaxis. Símbolos, palabras y frases (enigmáticas o transparentes), ironía, humor ácido, subjetividad y una fuerte pasión colorista, hacían de cada obra suya (de forma singular) la proyección de una subjetivísima mirada, una exposición y narración disruptivas sobre nuestro mundo y valores contemporáneos. Javier Rubio escribió de su obra a principios de los 80: “Una de las claves de su trabajo reside probablemente en la desjerarquización de los materiales que acarrea su conciencia. Líneas, colores, texturas, grafismos, mensajes verbales, imágenes de la historia del arte, de la etnografía, imágenes provenientes de los medios de comunicación de masas quedan equiparadas en el trayecto que media de su memoria a su brazo”.
Artista prolífico, García Sevilla, que se ha autodefinido como "un buscador de sensaciones", ha concebido su obra como una sucesión de series a las que ha asignado títulos genéricos y para cada cuadro un número, como este Sama 85. Se ha comentado que al no usar el título para enmarcar la pintura, aportándole una clave al espectador, García Sevilla está intentando revelar el tumulto que subyace en el presente (la pantomima de nuestra vida contemporánea) y la parcialidad de nuestras respectivas visiones. Y es este estado de no saber lo que surge de la pintura, lo que les confiere a estas obras un inquietante pero irresistible poder; las pinturas son como mensajes secretos que no pueden descifrarse porque se ha perdido la clave. En consecuencia, es probable que el espectador se pare ante el cuadro y se quede perplejo. Sin embargo, en el vocabulario de García Sevilla existen signos e imágenes que se repiten con frecuencia en determinadas series, y concretamente en esta de Sama (todas pertenecientes a los años 90), como las flechas, las huellas de los pies -rojas, amarillas o negras- los círculos de colores, las cruces y las espirales. Las flechas se han interpretado como una presencia de energía.
En Sama 57, otra pintura de la serie, se ha visto en ese conglomerado de líneas y flechas que recorren el fondo negro una referencia a Shiva; quizá pudiera apuntarse que el título de la serie proviene de uno de los cuatro Vedas, textos revelados, el Sama-veda, libro de himnos. En su obra, García Sevilla ha mezclado todo tipo de referencias a culturas, mediterráneas, orientales e influencias tántricas. La composición de Sama 85 muestra con imágenes muy simples, generadas casi desde el automatismo, cuatro flechas de colores que marcan direcciones divergentes, otra flecha negra, estructurada como huellas de pisadas, con sentido ascendente, en un espacio casi esférico y blanco centrado por cuatro puntos amarillos y uno blanco donde, por el entrelazamiento de las formas, se genera como una especie de ojo central. Los signos abstractos comparten el espacio con una diminuta hormiga roja, representada sin perspectiva. En ese mundo hermético y esférico, quizá se nos esté apuntando que la hormiga, en paralelo con la flecha negra, conoce mejor su camino que nosotros, los humanos, el nuestro. MAC/EAL