Pintor, dibujante y grabador en los años en que pintó esta obra, José Manuel Ballester pertenece a la generación de pintores realistas que, nacidos entre la segunda mitad de la década de los cincuenta y la primera de los sesenta, adoptaron un innovador punto de vista y crearon nuevas soluciones plásticas en el campo de la representación del paisaje urbano. Desde la pintura, pero también desde la obra gráfica y la fotografía posteriormente, Ballester ha conseguido crear un fascinante inventario de imágenes urbanas, entre las cuales Madrid ocupa un lugar destacado en su extenso repertorio, que abarca ciudades de todo el mundo, y aunque su obra no pueda circunscribirse exclusivamente a las vistas urbanas, sin embargo estos temas -asociados indiscutiblemente con la arquitectura- representan una parte muy importante de su producción artística en la que también hallamos paisajes, naturalezas muertas, figuras o retratos.
José Manuel Ballester inició su carrera artística en los años ochenta en ese fecundo ámbito de la pintura realista, tan denostada, a veces, en nuestro país. A partir de 1988, fecha de su primera exposición individual en Madrid, El tiempo en libertad, y en años posteriores, Ballester abre una vía formal novedosa con la representación de edificios en construcción y edificios singulares del repertorio de la arquitectura contemporánea más reciente de nuestra ciudad. Esa vía novedosa respecto del punto de vista adoptado para representar lo urbano, que se apartaba conscientemente de la ciudad anónima y urbanísticamente tradicional que retrataban los maestros realistas de la generación de Antonio López, más la desolación y el vacío, la inquietud y el desasosiego que impregnan sus composiciones, unido al alto nivel técnico y la maestría compositiva de la que hace gala el artista, es lo que confiere a estas obras de Ballester una singularidad determinante que nos atrae sin paliativos.
No se trata ya sólo de los aspectos reconocibles ni del manejo excelente de la perspectiva, sino de hacer visible, con unos medios técnicos perfectamente dominados, la naturaleza impersonal de la ciudad posmoderna, la nueva arquitectura, las autovías, los pabellones de congresos y toda esa gama de edificios y espacios urbanos que han sido definidos por la antropología moderna como los no lugares. El cuadro Torres Kío. Puerta de Europa es un ejemplo del interés de José Manuel Ballester por pintar arquitecturas en construcción. No es extraño, ha comentado Pedro Azara, que Ballester haya escogido para un cuadro de grandes dimensiones las inclinadas torres Kio, cuyas oxidadas estructuras de hierro, colgando sobre la autopista como un puente levadizo -escribe- constituyeron un vergonzante símbolo de la obra interrumpida (en el contexto, además, de la celebración de Madrid como capital europea). Salvo los coches que circulan por la calzada, la vista de Ballester, siempre interesado por los aspectos físicos de la ciudad (lo que los antiguos denominaron urbs frente a civitas, que representaba lo social) no recoge ningún signo de vida -salvo el tránsito de los vehículos-, y ese vacío, le ha llevado a pensar a Azara que estas obras pueden evocar ideas mortuorias, reforzadas aquí por ese tono dorado ceniciento que baña la composición y esas masas arboladas sombrías que contrastan, con acento grave y sordo, con los esqueletos de las dos torres y las amenazantes grúas. Lo anecdótico y local de las representaciones urbanas clásicas ha sido sustituido aquí por una referencia a lo tecnológico. MAC/EAL