Antes de volver a Asturias, su tierra natal, en 1990, Pelayo Ortega estuvo afincado en Madrid desde 1975, y en la década de los años ochenta vivió de lleno ese proceso de retorno a la pintura que, en clave neoexpresionista, influyó en numerosos artistas de su generación. En esa época cultivó una pintura de tonos sombríos, que fue aclarando tras su regreso a Gijón, ciudad a la que dedicó buena parte de sus temas, entre otros, imágenes del café, de la Plaza Mayor, las barberías, las sastrerías o las tabernas del puerto.
Como ha señalado Juan Manuel Bonet esas entrevisiones de la ciudad marítima más que reflejar el tedio de la provincia se asoman a su encanto oculto. Ese momento quedaría recogido en su individual de Buades de 1991, bajo el título La Provincia blanca, abandonando aquel modo metafísico y melancólico que evocaba su pintura precedente de los ochenta. A esa trayectoria artística se ha referido el propio Pelayo Ortega, recorriendo un camino que va desde una pintura figurativa de corte clásico hacia una obra más libre, más atenta a la abstracción, a la simplificación de elementos figurativos, sin olvidar fructíferas conexiones con las vanguardias y el aprecio por artistas del pasado como Mondrian, Paul Klee, Bores o el uruguayo Joaquín Torres García, y otras influencias como la de los dibujantes de comics, los denominados de línea clara, Hergé, sobre todo, y la música de Erik Satie, del que ha dicho que “acompaña como nadie lo que quiero expresar en mi pintura”.
A juicio del crítico citado, Taberna al atardecer (1992), es un buen ejemplo del estilo sintético del autor, recuerda alguna obra del Bores de los años treinta de temática similar y se inscribe, sin menoscabo de los valores plásticos que patentiza, en las recreaciones marineras de Robert Louis Stevenson o Pío Baroja. En relación con el "sintetismo", al que se ha referido el crítico Fernando Zamanillo Peral, una acusada estilización formal recorre la composición de la escena, en la que tres marineros sentados en torno a una mesa hablan entre ellos, entrelazados por unas formas geométricas planas de color que los encuadra sólidamente. Al fondo, sobre un plano verde recortado, al modo de la ventana de las pinturas clásicas, se atisba el perfil de un barco amarrado. Sobre esa atmósfera abstracta grata -que evoca estlizadamente cualquier taberna de cualquier ciudad portuaria-, Pelayo Ortega dibuja, con trazo gráfico preciso y colorista, hecho de materia salida directamente del tubo de pintura, el contorno de las figuras, en animosa conversación, de estos tres personajes que ya nos resultan familiares y en torno a los cuales ha surgido felizmente el tiempo de la narración. MAC/EAL