Pintor, arquitecto, diseñador, escenógrafo y profesor, Sigfrido Martín Begué atesoraba una multiplicidad de saberes que fue vertiendo en su variadísima obra a lo largo de su trayectoria artística, lamentablemente truncada en plena madurez. Dentro de unos amplísimos postulados figurativos, de un consciente retorno, en los años ochenta, a la pintura, fruto de un cuasi programático intelectualismo de corte duchampiano, Sigfrido Martín Begué ha construido un mundo propio y singular, y una pintura que ha sido calificada por Mauricio Calvesi -en el contexto de la serie de los autómatas – más culta en los temas y en la elaboración intelectual que citacionista en las iconografías o en el propio estilo; en definitiva, una pintura conceptual y culta que exige del espectador, más allá de su pregnante decorativismo que la hace tan plásticamente atractiva, una lectura decodificadora de las trama de referencias cruzadas que la sustentan.
Con la serie de los Sentidos (1984-1988), de las Máquinas (1988-1992) y esta de los Autómatas, Sigfrido Martín Begué alcanzó su madurez de la que -se ha dicho- no se bajaría jamás. Había conseguido depurar -como señaló Francisco Rivas su afición a concebir los cuadros como una suerte de clave para iniciados, como un juego de guiños, citas y adivinanzas, con ironía -otra de las claves de su pintura- y soltura. Esto le permitiría en los noventa abordar una nueva panoplia de personajes y referencias -con Duchamp al fondo- en torno al tema de los autómatas.
En este periodo -señala Vicente Jarque- los protagonistas de sus cuadros son personajes extraídos de la mitología moderna y contemporánea que da pie a una pintura entreverada por el artificio, la ficción, el juego y el ilusionismo. Este Autómata anticlaro de luna es un buen ejemplo de lo apuntado. El título de la obra nos desvela parte de su significado: el claro de luna beethoveniano, asociado siempre a un paisaje romántico, aquí, en cambio, casi metafisico, se ha transformado en una sonata de corte futurista o dadaísta como deja ver esa especie de partitura en el suelo y la melodía romántica a la que asociamos el claro de luna se ha convertido en una amenazante y monstruosa sonoridad, ejemplificada por esa invasión de cajas con bocinas que saturan el espacio, mientras el perrito (la voz de su amo que se repite en otras autómatas de la serie) registra el ruidoso concierto en la era de la reproducibilidad técnica o, lo que es lo mismo, de la pérdida del aura de la sublime obra de arte. MAC/EAL